La idea de honrar a los muertos y venerar a la muerte se remonta a la época prehispánica y se sostuvo mucho después con la llegada de los conquistadores y frailes evangelizadores al naciente México.
Y en todo este tiempo se registraron distintas ofrendas y rituales que fueron evolucionando y diversificándose con el paso de los años. Muchas familias en nuestro país colocan un altar por el Día de Muertos y dependiendo de la región varían los elementos que lleva.
Como sabemos, según la religión católica, las celebraciones de Todos Santos y de los Fieles Difuntos se llevan a cabo los días 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre.
Durante esos días los muertos regresan para poder disfrutar de la esencia y el aroma de la comida, la bebida y de la compañía de sus seres queridos. Se habla de que en el altar no puede faltar el pan de muerto, el agua, comida, cempasúchil, veladoras para alumbrar el camino, incienso, etc.
El 28 de octubre comienzan a llegar las almas de personas que murieron en actos violentos, aquellas que fueron asesinadas o que sufrieron un accidente. Generalmente si se conoce el lugar exacto en el que murieron, se le llevan flores y veladoras.
El 30 de octubre se ofrendan flores blancas y una vela a los niños que perdieron la vida sin ser bautizados.
Un día después llegan los niños en general. Es por eso que el 31 de octubre se les ponen flores blancas, juguetes, velas, dulces y pan. Ese día, justamente a las 12 de la tarde, las campanas de las iglesias en los pueblos y comunidades repican para anunciar su llegada.
Finalmente el 1 de noviembre llegan todos los “grandes”, los adultos que ya se nos adelantaron pero que recordamos con mucho cariño como a todas las almas.
La tradición dice que hay que prender el copal y rezar una oración.